En
los últimos días se oye cierto revuelo de indignación (indignación
menuda, irrelevante, cultural) por las escasas medidas destinadas a
conmemorar el cuarto centenario de la muerte de Cervantes. Dejando de lado la cuestión de las responsabilidades políticas, el
gobierno no es más que el reflejo de la dejadez de los ciudadanos. Por lo tanto, es la
ciudadanía tan culpable como el gobierno. Seamos sinceros: nadie lee el
Quijote. Nos resulta un lenguaje cargante, demasiado grande, con
demasiadas aventuras entre medias que nos separa de la verdadera esencia
del libro. El que escribe ha leído y releído fragmentos y capítulos del
Quijote con gusto, pero nunca ha conseguido llegar hasta el final.
Es
cierto que Cervantes consiguió reflejar un estereotipo universal, un
obseso/soñador que acaba deformando la realidad que le rodea, y que
acaba con una gran decepción ante el mundo. Tal vez la generación del 98
lo hispanizó demasiado y ha perdido referencia para el resto del mundo y
para la propia España de 2016. Adquirió una tonalidad peyorativa, y la
palabra quijote no es sinónimo de idealista sino de desubicado e
ingenuo.
En mi modesta opinión, tiene mucha más fuerza la figura del pícaro
que la del loco. Nos sentimos más identificados con los timadores y
arribistas de la novela picaresca que con los locos idealistas. El
Lazarillo es todo lo contrario del Quijote: de fácil lectura, más
sencillo, más fino, más cuento, más ingenuo, pero al mismo tiempo
hiriente y crítico. Además que también cuenta con mucho eco en nuestra
literatura. Pícaro es Lazarillo, pero también lo es Diego Torres de
Villarroel, siendo profesor de la universidad de Salamanca en el siglo
XVIII y también lo es Pipaón, uno de los personajes más divertidos y
menos reconocidos de Galdós, en sus Episodios nacionales, que aspira ni
más ni menos que a ser ministro con Fernando VII. La picaresca acaba
tomando toda la sociedad española. Alguno habrá que hasta pueda
imaginarse que nuestra escena política se divide en pícaros y en
quijotes, y tal vez no le falte razón.
Pero a lo que ibamos. Por qué los ingleses celebran tanto a
Shakespeare, y nosotros no hacemos nada por Cervantes. La respuesta
menos polémica y más compleja: no es el gobierno el único culpable.
Nuestra mentalidad actual nos permite acercarnos a Shakespeare mejor que
a nuestro Cervantes. Además Shakespeare nos gana por goleada en casi
cualquier comparación. Si rastreamos Internet -un invento anglosajón, no
hay que olvidarlo-, Shakespeare y Hamlet doblan en entradas a Cervantes
y Quijote. Cervantes logró perfilar un estereotipo universal, o dos, si
queremos. Con cada obra de Shakespeare parece que encontramos el
retrato de una emoción humana, y en multitud de contextos diferentes.
Tal vez no leamos tanto a Shakespeare como dicen los ingleses, pero
algunos lo hemos visto representado en el teatro, y sus adaptaciones
cinematográficas son abundantes. Tanto, que Hamlet alcanza a inspirar al Rey León
de Disney, ni más ni menos, que Romeo y Julieta se convierte en telón
de fondo de una inacabable lista de películas y libros de todo género, y
que personajes históricos como Ricardo III han sido manipulados por
Shakespeare para convertirlos en arquetipo de villano político. La
versatilidad de Shakespeare no la tiene Cervantes para los tiempos
líquidos del siglo XXI. Ni de lejos, aunque siempre nos quedará Dora la
exploradora que sí concede un capítulo de sus aventuras al esforzado
caballero andante, y el Soul Calibur, que convierte al escritor en un guerrero espadachín.
Pero volvemos al fondo del asunto: si la ciudadanía realmente se
preocupa por estas cuestiones. Y nos encontramos con que levanta más
polémica una carroza futurista de Navidad con un rey mago dentro, que
celebrar o no a Cervantes. Este es el auténtico trasfondo cultural que
nos toca vivir, y no hay más vueltas.